He tenido el
disgusto de asistir en numerosas ocasiones al tétrico y cautivador espectáculo
de un incendio nocturno. Hace 20 años recorrí en un noche de septiembre “el río
del olvido” de Julio Llamazares. El Curueño, cauce de la infancia del escritor,
se perfilaba luminoso aquella jornada, encarnadas de llamas las laderas del
valle que le acunan. La escena asemejaba una romería infinita de antorchas, tan
atractiva como devastadora. Era la manifestación de una queja de las gentes de
aquellas poblaciones. Pocos años después extinguimos un conato en Crémenes, a
unos kilómetros del anterior, donde un sabinar relicto peligró por un descuido
estival. El tiempo pasó y fue La
Alcarria la que ardió hasta las dos mil hectáreas. Todo un desplegué de medios
y miedos en el monte. De nuevo el verano como mecha de incautos y temerarios.
También pasé
una temporada por Covaleda, en Soria, donde los pinos comunales no ardían, pues
la población vivía del monte y al pirómano lo ajusticiaban de manera atávica.
Pero cerca, en los bosques de Matamala algunos lustros más tarde, paseé por el
silencio de la negrura. Otras dos mil hectáreas vestidas de luto sobre los
cadáveres de pinos resineros. La producción de setas llevadas al traste durante
una larga temporada.
Pero los
incendios invernales son un nuevo despropósito. Delincuentes conscientes del
daño que buscan, egoístas personajes llevados por la venganza, los intereses
creados o la más pura ignorancia. Han prendido el entorno de Sanabria y los
últimos días las proximidades de Béjar y Sorihuela. En la noche de pasado
miércoles fui una vez más testigo del luminoso biocidio en Los Concejiles,
junto al parque eólico. Resulta difícil justificar estos delitos en un invierno
seco donde el paisaje se transmuta en yesca. Una vía eficaz para hundir más, si
cabe, las economías locales y despeñarlas hacia la ruina.
Condeno desde
estas líneas todos y cada uno de los incendios que se provocan cada año y a sus
autores. Que sepan que están atentando contra la vida presente y futura de
estos pueblos, siendo también cómplices quienes los encubren.
Compleja la
situación del medio rural, en este incipiente año, rodeado de problemas que lo
lastran al abandono. Sus habitantes seculares y los neorurrales que se han
instalado en las últimas temporadas son unos auténticos héroes románticos. La
apuesta es cada día más dura y la última estocada está siendo la retirada de
las ayudas a los nuevos yacimientos de empleo. Tanto corte y recorte hace
peligrar cualquier recuperación. Podemos establecer la analogía con el desmoche
a la encina: si se realiza en la medida adecuada el árbol se recupera, mas
cuando se exagera y se vuelve desproporcionada, la estamos condenando a muerte.
Pero bueno,
como dicen por el pueblo siempre que ha llovido ha escampado, aunque en este
momento el refrán se vuelve un poco paradójico.
No me gusta caligrafiar esta columna de pesimismos varios, pero tampoco
es conveniente abanderar optimismo camicaces.
Lo que sí me llena de esperanza son personas como Javier y Alicia que
recientemente se han asentado en Mogarraz para hacerse cargo de Museo de las
Tradiciones con el fin de dinamizar pueblo y entorno. O mis amigos de la marca de aceite centenario
Soleae que apostaron por Herguijuela y siguen en la brecha. Estas vocaciones
son las que mantendrán vivos los pueblos, lo demás, como diría Tony Garrido, es
ruido o silencio.