lunes, 13 de febrero de 2012

Columna en El Adelanto: El cedro y la farola


Todos recordamos aquella película de José Luís Cuerda condecorada de Goyas titulada El bosque Animado. Menos son los que se habrán arrimado al libro original del mismo título escrito por  Wenceslao Fernández Flórez. En él se narra la vida animada de la fraga de Eume, donde en unos capítulos la fauna humana cuenta sus historias y en otros, la vida espontánea de la naturaleza sale a escena.


Dentro de sus cuentos, el autor tiene una breve obra titulada "La fraga de Cecebre". En ella el bosque de la fraga se revoluciona por la llegada de un nuevo vecino: estirado, orgulloso y centrado en su visión del pragmatismo. Este nuevo y supuesto árbol sorprende a pinos, castaños, robles y eucaliptos. El pino, más próximo a él, trata de iniciar una conversación con este desconocido integrante del bosque. De malas maneras el susodicho desconocido reusa la invitación, repitiendo el desplante con el resto de la diversidad arbolada. A unos los criticas por simular el canto del tren gracias al viento, a otros como al castaño, por ser gordos, esplendorosos y no materia prima del carpintero. Hacia el nogal vierte sus iras por no ser ya alacena o tresillo y a todos en su conjunto por ser regazo de cuervos y oropéndolas.

Toda la diversidad vegetal se queda impresionado con las opiniones de este ejemplar recién llegado. Alto, esbelto, de corteza grisácea, con dos hileras de ramas que se extienden al infinito. No tiene hojas y por frutos le cuelgan unas vidriadas formas casi esféricas que brillan en blancos y verdes claroscuros. 


Pero lo que más impresiona al bosque es ese murmullo en el interior de sus ramas del que tanto presume el árbol. El dice que su fin está consagrado a la ciencia y a la tecnología. Tanta sapiencia es respondida desde robles y castaños despidiendo a las aves, perdiendo las hojas para evitar la ostentación o evitando interpretar la partitura del aire y sus hojas.


Hasta que un día el nuevo árbol se cae y los hombres que lo pusieron vienen a ver qué ha ocurrido. El idolatrado individuo era un poste de teléfono, carcomido por dentro que pronto fue sustituido. Y en palabras del propio autor: “Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir”.

            No pude por menos que acordarme de esta historia cuando ayer bajé a ver al cedro de la plaza de España, en el parque dedicado a Unamuno. Allí estaba, encarcelado para su protección con una farola por vecino. No sé en qué vivencias pegarán la hebra ambos, pero me intriga. Igual hablan de su símil condición de mobiliario móvil e itinerante. Es de agradecer, sinceramente, que el ayuntamiento se haya preocupado de su transplante, aunque no sé cuanto vivirá después de su desnudo y mudanza, igual 10 años más… También me alegro que no se lleve a delante la obra de los Bandos, pues allí se sitúa otro cedro hermano de este, bastante tocado de zanjas y obras. Y espero que el día que se arregle La Alamedilla, el gran abuelo de Salamanca, el cedro que preside dicho parque sea respetado como el conjunto de los bienes de interés cultural de nuestra ciudad Patrimonio. Esta Salamanca bien se merece sus árboles monumentales vivos.

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