La ciencia
siempre ha tenido esa consideración de arma de doble filo. Cuando la Dra. Curie
continúa los estudios de Becquerel sobre radioactividad poco sabía del
perjuicio que iban a causar a su salud. Durante sus investigaciones se vio
afectada por una anemía aplásica que le causó la muerte, derivada de los
efectos de la radiación. Entonces aún estaban por descubrirse los efectos tanto
perjudiciales como beneficiosos de este fenómeno de algunos elementos químicos.
Tiempo después la radioactividad se manifestó como un grave peligro a la
humanidad dentro de la Segunda Guerra Mundial y posteriormente durante la
Guerra Fría. Aquí toda la sociedad ha estado y está de acuerdo con el peligro
que entraña.
Pero no sería
justo dar sólo esta visión negativa, pues dentro del campo médico su
utilización actual da claros ejemplos de sus bondades cuando es bien empleada.
Los rayos X, por lo que casi todos hemos pasado, demuestran que su empleo nos ha
beneficiado en alguna ocasión. Extendiéndonos en esta línea, la radioterapia ha
ayudado a la curación o mejora de la calidad de vida de numerosos enfermos de
cáncer. En otros casos la radioactividad forma parte de métodos de diagnóstico
de amplio espectro. Aquí la sociedad también está de acuerdo en las excelencias
que aporta. Una situación intermedia sería el caso de la energía nuclear, que
siendo conscientes de los servicios que presta, deja abierto el debate del
riesgo que supone. A día de hoy Fujushima es una realidad de esta doble
condición. La sociedad, llegados a este punto, diversifica sus opiniones: a
favor, en contra, no sabe no contesta. Teniendo
en cuenta todas las visiones que acabo de narrar, existen ya marcados
protocolos y legislaciones que buscan evitar daños, siguiendo el principio de
la precaución. A pesar de todo ello no se está exento de las consecuencias y de
nuevo Fujushima puede ser un referente.
En el caso de los transgénicos es probable que nos encontremos con situaciones semejantes. En los comienzos de este campo de la investigación, no se puede afirmar la inocuidad absoluta de todos los organismos genéticamente modificados. No voy a entrar en la tópica y típica discusión dicotómica del sí o el no. Tan sólo quiero plantear algunos comentarios. A fechas de hoy es muy difícil saber saber si un producto alimentario está libre de transgénicos, pues sólo ha de figurar en la etiqueta de aquellos que superen un 0,9 % de productos transgénicos es su composición. Bajo este condicionante legal, un tanto gris si se me permite la expresión, no he encontrado ningún alimento que presuma de contener productos transgénicos. En cambio en los lineales de las grandes superficies, hay cientos de alimentos que publicitan su condición de naturales, verdes o algo parecido, para asociarse al campo de los productos ecológicos. Y por otro lado, los alimentos producidos de manera ecológica presumen de sus condiciones de cultivo y han de pasar también por una estricta legislación al respecto. Llegados a este punto, si los transgénicos son beneficiosos, sanos e inocuos. ¿Por qué no se anuncian como tales? Quizás tengan un problema de marketing, cuestión de fácil solución, pues su industria tiene capital para poderlo hacer. Entonces, quizás la respuesta no esté tan clara y los avales científicos aún no sean suficientes para salir a la sociedad de consumo. Será necesario esperar para ver cómo evoluciona este campo, y sean los resultados a favor o en contra de los transgénicos, es deseable que los científicos informen con responsabilidad social, corporativa o universitaria.
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